Ha transcurrido un año y medio desde el inicio de la pandemia, hemos padecido cuatro olas y estamos inmersos en la quinta ola de la pandemia de COVID-19, con altísimas tasas de incidencia en la población general y más altas aun en la población de 12 a 39 años. En consecuencia, la presión hospitalaria crece a pasos agigantados, sobre todo por el ingreso de numerosas personas menores de 40 años. Por si fuera poco, la incidencia se eleva también en las personas mayores vacunadas. Sin embargo, la respuesta a todo ello no está siendo ni lo contundente y ni lo coordinada que se requiere.
La dominancia de la variante delta, (seguramente subestimada ya que nuestra capacidad de medición es muy mejorable), implica que sus características de mayor capacidad de contagio e incluso de probable escape (al menos parcial) a la inmunidad adquirida, deban ser tenidas en cuenta a la hora de rediseñar políticas mucho más intervencionistas para frenar la pandemia. Esperar y ver, no puede ser una opción en estos momentos.
Cuanto más tiempo tengamos incidencias tan altas mayores probabilidades habrá de que se produzcan casos severos incluso en personas vacunadas, que, si bien serán pocos en cifras proporcionales, pueden ser relevantes en cifras absolutas, con la consiguiente alarma social y el riesgo de reabrir un cierto (y perjudicial) debate sobre la efectividad de las vacunas. Y, además, más oportunidades le daremos al virus para producir mutaciones más contagiosas o con mayor escape vacunal.
En materia de vacunación, nos quedan aún muchos aspectos por conocer desde la perspectiva de la evidencia científica antes de aventurar qué nuevos pasos deberemos dar en el futuro, sea en lo relativo a una eventual tercera dosis o a posibles vacunaciones en sucesivos años. Sin embargo, hay algo que sí sabemos hoy, y es que el acceso a la vacuna o se hace universal, (y por ende beneficia a todos los habitantes del planeta), o dejará un espacio abierto a la aparición de nuevas variantes con la consecuente incertidumbre sobre la evolución futura de esta pandemia.
La producción de vacunas tiene que potenciarse mundialmente para poder llegar a todos los países sin que las patentes constituyan un cuello de botella para el efectivo control de la pandemia y con esfuerzos más efectivos para aumentar la capacidad de producción con acuerdos entre empresas productoras. Por desgracia, hasta ahora en este aspecto ha habido muchas más palabras que hechos y queda camino por recorrer.
Las diversas incidencias ocurridas con las vacunas han puesto en evidencia ante la opinión pública lo que es el modo habitual de funcionamiento de la Big Farma. Generalmente la investigación se realiza en gran parte utilizando fondos públicos (en el caso de las vacunas más del 90% de la inversión la ha realizado el sector público), luego las empresas patentan las vacunas como si las hubieran realizado ellas solas, y de inmediato les colocan precios abusivos (se calcula que el precio de venta de las vacunas esta entre 6 y 10 veces su precio de coste de producción), luego negocian sin transparencia alguna ocultando a la ciudadanía, que a la postre es la que las paga con sus impuestos, al menos en los países más potentes económicamente, los intríngulis de los contratos, los precios y las condiciones en que estos se realizan. Para mayor escarnio, en cuanto tienen una oportunidad, a pesar de haber recibido el dinero antes de entregar las vacunas, aprovechan para vender a precios mas altos l
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